Sólo entonces fue cuando me vi obligado a luchar por lo que pensé, y hoy en día sigo pensando, que era justo, por lo que creía en realidad, por lo que era mío. Me vi solo frente a ella, y sentí que volvía a la vida. Sentía en ese momento todo lo que pude haber vivido tiempo atrás, que ahora estaba de nuevo dentro de mí. Mi corazón y mi cabeza se aliaron por una vez y se pusieron de acuerdo en que aquello era la decisión correcta, en que era lo que verdaderamente se tenía que hacer. Justicia, podríamos llamarlo. Puede que no fuese la mejor forma de decirlo, o la mejor acepción del término, pero créanme cuando les digo que era como tenía que ser. Tomar lo que era mío, lo que me pertenecía. Sí, puede que eso encajase más con aquella situación.
Como ya les dije, fue entonces cuando la vi tan vulnerable, tan débil,…Tan dispuesta a que yo recuperara todo. Me levanté de la cama que habíamos compartido por última vez, donde cielo e infierno se habían unido para alcanzar la gloria, y habían estado presentes todos los placeres de la vida condensados en uno sólo. Nido y cuna de alegrías y encantos, y seducciones mortales que condenan a la locura a cualquier ser humano. Me levanté y me dirigí a la cocina para beber algo. Tanto placer pasa factura, y a uno le agota. Sin embargo, a través del vidrio del vaso, contemplé un cuchillo precioso. No era un cuchillo vulgar, no era un cuchillo de carnicero, ni para cortar jamón, capaz de hacer una masacre. No. Era una belleza, un puñal elegante. Lo contemplé mientras lo limpiaba y me vi reflejado en su hoja. Vi a mi mejor amigo en ese trozo de acero inoxidable, y supe que me iba a acompañar en este pequeño e intenso viaje. No me demoré más y volví con mi leal compañero hacia la pequeña habitación donde sobraba todo menos la cama. Regresé donde ella yacía y la contemplé durante un instante.
Sus ojos cerrados y su cara reflejaban una pequeña chispa de alegría calmada, como una especie de sonrisa contenida se dibujaba en su boca, en sus labios. Aquellos labios que me quitaban la vida cuando sonreían y dibujaban pequeñas arrugas en su rostro. Verla así transmitía calma, transmitía paz, toda la paz del mundo. Contemplaba el aleteo de su nariz al respirar, sus pendientes que caían a los lados de su cara inertes, cómo su corazón palpitaba y hacía tambalearse sus pechos, bendición de los cielos, que retumbaban a cada latido. Era hermosa en su totalidad, era la mayor belleza que había conocido, pero tenía algo que me pertenecía, aunque no lo pudiese recuperar, pero algo se podría hacer.
Cogí el cuchillo con delicadeza y dejé con suavidad que se deslizase hacia el interior de su pecho, directo a su corazón. Si ella me robó el mío hace tiempo, ya era hora de que yo tomara el suyo para recuperar un pedacito del mío, para tener algo con lo que amar, algo con lo que sentir que ya no tenía. Y si no, destruirlo directamente, acabar con él como ella acabó con el mío cuando se lo regalé, cuando ella no quiso necesitarme más. Cuando el cuchillo tocó fondo, un fino hilo de sangre resbaló por su desnudo pecho. Ella no gritó, sus ojos no se abrieron, ni cambió la relajada expresión de su rostro. No pareció que le doliese o que sufriera en algún momento. Era su justo merecido. Retiré el cuchillo y esta vez la sangre salió a borbotones, reflejando la ira, la furia contenida que había sentido pero que ahora me volvía a poseer. Un torrente desbordado por la locura, por las mentiras y por el amor perdido, por el corazón que me habían arrebatado. Me abalancé sobre su cuello por un impulso de rabia, y la degollé. De lado a lado hice volar el cuchillo por su garganta para no tener que volver a oír su voz, para que nunca más la tuviese que oír pronunciar mi nombre, para no tener que volver a perder la cabeza al oír la dulce melodía que emanaba de su garganta.
Después de ello, cuando me conseguí calmar, llamé a la policía. No quería verla ni un minuto más. Quería que se la llevaran, que se fuese lejos de mi por el daño que me había hecho. Dejé el cuchillo a su lado y me senté en el suelo a esperar.
Llegó entonces el policía abriendo la puerta de una patada con su arma en la mano, gritando que todo el mundo se estuviese quieto. ¡Qué ignorante! Yo no tenía pensado ir a ninguna parte. Allí sentado esperando estaba bien. Se la tenían que llevar a ella, no a mí.
-¿Pero qué ha hecho usted? – Se aventuró a preguntarme el policía, vociferando. Horrorizado, entre lágrimas.
-La he matado, se lo merecía. – Dije, con la tranquilidad que había alcanzado en ese punto.
-¡Está usted loco! ¡Las manos arriba! – Gritó desesperado, intentando averiguar una historia que jamás entendería.- ¿Por qué lo ha hecho, desgraciado?
-Porque era mía….